Author: | César Aira | ISBN: | 9789873728075 |
Publisher: | Mansalva | Publication: | October 8, 2014 |
Imprint: | Mansalva | Language: | Spanish |
Author: | César Aira |
ISBN: | 9789873728075 |
Publisher: | Mansalva |
Publication: | October 8, 2014 |
Imprint: | Mansalva |
Language: | Spanish |
Entre los mendigos pintorescos que tuve ocasión de conocer en mi breve estada, había un hombre mayor, no anciano aunque debía de andarle cerca (era difícil calcularle la edad) al que le faltaba una pierna, la izquierda. La tenía cortada a la mitad del muslo, o un poco más cerca de la ingle. Alguien lo ubicaba en una silla, en una esquina, o entre las puertas de dos restaurantes o en cualquier otro sitio estratégico de mucho movimiento, y ahí se quedaba todo el día. Su método consistía en dirigirse a alguien que pasara, hacerlo detener y acercar como si fuera a decirle algo importante, y explicarle que necesitaba dinero, algo, cualquier cosa, aunque más no fuera una moneda, “para la pierna”; no entraba en detalles, pero cualquiera podía adivinar que se refería a una pierna ortopédica. Y agregaba, poniendo la mano de canto a veinte centímetros del muñón: “ya tengo juntado hasta acá”. Como si hubiera hecho el cálculo del costo de una pierna mecánica, y su longitud, y hubiera dividido el monto en centímetros. Pero no era serio. Un día ponía la mano a cinco centímetros del muñón, otro mucho más lejos, a la altura de donde estaría la rodilla, o más allá. Eso podía obedecer a una estrategia: al indicar que había juntado plata para poca pierna podía querer decir que su trabajo rendía poco, que la gente era egoísta, que la compasión cristiana no brillaba en Palermo... En cambio al alejar la mano significaba que la gente había dado mucho, que le faltaba poco para realizar su sueño de caminar. Podía elegir un argumento o el otro según la cara del interpelado, pues evidentemente cada uno de sus dos discursos, “me falta mucho” y “me falta poco”, podían ser eficaces con distintas personalidades. Lo observé durante horas, y me convencí de que lo hacía al azar, cosa de la que yo no debería haber dudado, pues si hubiera habido una estrategia bien pensada habría habido también un discurso coherente y buena dicción, y no esos balbuceos de borracho que no se le entendían. Por lo demás, salvo el más desprevenido de los turistas todos sabían que no ahorraba un peso sino que corría a gastarse cada centavo en vino barato.
Entre los mendigos pintorescos que tuve ocasión de conocer en mi breve estada, había un hombre mayor, no anciano aunque debía de andarle cerca (era difícil calcularle la edad) al que le faltaba una pierna, la izquierda. La tenía cortada a la mitad del muslo, o un poco más cerca de la ingle. Alguien lo ubicaba en una silla, en una esquina, o entre las puertas de dos restaurantes o en cualquier otro sitio estratégico de mucho movimiento, y ahí se quedaba todo el día. Su método consistía en dirigirse a alguien que pasara, hacerlo detener y acercar como si fuera a decirle algo importante, y explicarle que necesitaba dinero, algo, cualquier cosa, aunque más no fuera una moneda, “para la pierna”; no entraba en detalles, pero cualquiera podía adivinar que se refería a una pierna ortopédica. Y agregaba, poniendo la mano de canto a veinte centímetros del muñón: “ya tengo juntado hasta acá”. Como si hubiera hecho el cálculo del costo de una pierna mecánica, y su longitud, y hubiera dividido el monto en centímetros. Pero no era serio. Un día ponía la mano a cinco centímetros del muñón, otro mucho más lejos, a la altura de donde estaría la rodilla, o más allá. Eso podía obedecer a una estrategia: al indicar que había juntado plata para poca pierna podía querer decir que su trabajo rendía poco, que la gente era egoísta, que la compasión cristiana no brillaba en Palermo... En cambio al alejar la mano significaba que la gente había dado mucho, que le faltaba poco para realizar su sueño de caminar. Podía elegir un argumento o el otro según la cara del interpelado, pues evidentemente cada uno de sus dos discursos, “me falta mucho” y “me falta poco”, podían ser eficaces con distintas personalidades. Lo observé durante horas, y me convencí de que lo hacía al azar, cosa de la que yo no debería haber dudado, pues si hubiera habido una estrategia bien pensada habría habido también un discurso coherente y buena dicción, y no esos balbuceos de borracho que no se le entendían. Por lo demás, salvo el más desprevenido de los turistas todos sabían que no ahorraba un peso sino que corría a gastarse cada centavo en vino barato.